Calamocha '83

 Caminos de Santiago hay cuarenta y cuatro y, según su punto de partida, el número se multiplica de forma exponencial hasta alcanzar una cantidad similar a la de canicas que Rogelio Torelló me llevaba ganado desde párvulos: una burrada, vamos. La mayoría de nosotros conoce a gente que asegura haberlo hecho (el camino, no ganarme a las canicas). Pero, salvo que pertenezcas a mi familia, seguramente ignoras que el verdadero camino de Santiago lo hice yo, Santiago Fernández Latores, en el verano del 83. En Calamocha, noroeste de Teruel.

Aquel verano fue convulso.

Tras siete años y once meses de convivencia pacífica, mis padres comenzaron a actuar de forma extraña. Al principio fueron sutiles variaciones de comportamiento, imperceptibles al ojo inexperto, para poco a poco convertirse en una inestable caja de sorpresas.

El "puedes quedarte despierto un poco más" y el "es que me lo comería con patatas" se alternaban con airados: "¡haz la cama, que ya no eres un bebé!", "¡no me calientes y recoge la mesa!". Todo aderezado con olvidos injustificados, cambios de humor, cuchicheos y, por supuesto, aquel inquietante silencio cada vez que preguntaba qué les pasaba. Una partida de mus en toda regla para la que yo aún no tenía pareja.

El sábado 9 de julio, recibí la señal definitiva de que a esos dos, como mínimo, los habían abducido unos marcianos. Al volver a casa, después de perder una docena más de canicas, vi a mis padres enfrascados en un folleto publicitario de la agencia de viajes del pueblo. La portada no podía ser más aterradora: “COSTA CROCIERE, NIÑOS GRATIS DEL 1 AL 15 DE AGOSTO”. Estaban embobados leyendo y releyendo. Hasta me sonrieron con ojos golositos.

“¡Niños gratis, Rogelio! ¡niños gratis!, te digo que mis padres se han metido en una secta devora-críos” le expliqué a mi amigo al día siguiente. “¿Durante quince días?” me contestó él, siempre atento a los detalles. “Sí, sí, dos semanas de bufé libre ¡de niños!, con lo que les gusta la comida gratis... ¡tiene que ser eso!”. Curiosamente Rogelio parecía algo incrédulo cuando me dijo “Vale..., si el anuncio de la portada te da esa señal ¿entonces el de la contraportada qué te dice?”. Y me plantó delante de las narices una foto de la plaza del Obradorio sobre la que se leía el eslogan “ENCUENTRA TODAS LAS RESPUESTAS-HAZ EL CAMINO-SANTIAGO”.

Y lo hice. Vaya si lo hice. Entré en la biblioteca, pedí que me facilitaran todos los libros sobre el camino que hubiera en la sección infantil y me fui a casa con el único ejemplar del que disponían: una guía práctica que tendría que ayudarme a solucionar el misterio. Esa noche me lo leí de pe a pa, las 33 páginas. ¡Sin ilustraciones!

Antes de acostarme ya había dejado encarrilados el paso uno y el dos de la guía. Uno: mochila de D’Artacan preparada con todo lo necesario: gorra, canicas, la credencial (el álbum de la liga de fútbol tendría que servir) y, a falta de concha, una piña reseca. Y dos: persiana bien arriba para que el sol me empujara a caminar de buena mañana. 

Salí de casa antes de que a mi madre le diera tiempo a decirme que hiciera la cama. Rogelio me acompañó. En silencio, claro. En el camino cada uno tiene que pensar en sus cosas (paso 3 de la guía). Es muy aburrido pensar sin hablar. Cuando ya nos dolían los pies tanto como el estómago, decidimos que la etapa concluía justo allí, en la panadería. Así que entramos a que nos sellaran el álbum-credencial (paso 4). La panadera se negó a firmar encima de la cara de Juanito pero me soltó “dile a tu madre que al final sí nos dará tiempo a tener los pasteles para el domingo”. ¿Pasteles, el domingo?

Genial. El camino en lugar de proporcionarme respuestas me generaba más preguntas. Le di las gracias (“el turista exige, el peregrino agradece” página 15 de la guía) y nos fuimos.

La segunda etapa llegó hasta el estanco. Tampoco conseguí sellar allí la credencial, pero sí que el estanquero apagara su farias en la cara de Julio Alberto (Calamocha era claramente territorio merengue)  y que me diera una caja de puros... para mi padre. Para mi padre... que no fumaba. “Toma anda, llévaselos, que los va a necesitar mañana” dijo soltando una carcajada llena de humo. 

¿Niños gratis, pasteles y puros? Mis padres estaban descontrolados.

La tercera etapa resultó ser la última. Evidentemente acababa en la plaza de la iglesia. No se parecía a la del Obradorio y, además, la basílica estaba cerrada. Pero era mi camino y el camino de Santiago Fernández Latores, terminaba allí.

Me senté en un banco, apesadumbrado. No había conseguido respuestas, sólo me quedaba claro que la mayoría del pueblo era del Real Madrid y que nadie usaba sellos de caucho. Seguía dándole vueltas al extraño comportamiento de mis padres, a los pasteles, a los puros… Y entonces llegó Papá. “¿¡Dónde te metes, Santi!? Que te tienes que preparar para la comida”. Pegué un respingo: “¿Prepararme para la... comida...?” acerté a decir. “Ostras, hijo, estás rarísimo estos días ¿es que tienes novia o algo?”. No sé si fue producto de tres días de reflexión intensa, de falta de hidratación o de la magia del camino pero estallé: “¿¡Raro yo!? ¡Raros vosotros! ¡Que habláis a mis espaldas y me tratáis raro y ahora os da por comer niños gratis y pasteles y fumar puros!”.

La cara de mi padre era un poema. Se sentó en el banco, suspiró y me dijo. “Lo siento... pensábamos que era mejor que te enteraras pasadas las primeras semanas”. Esto pintaba mal. “Los pasteles y los puros y los cuchicheos...todo es porque…” ¡Lo iba a confesar! “...hoy vamos a anunciar una cosa en la comida. Hijo: vas a tener un hermano”. 

El camino de Santiago, mi camino, soltó como una bomba la respuesta que tanto buscaba.

Aquellos fueron meses convulsos.

Y mi vida cambió. Para mejor.

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