El camino Atlántico

Nuestro peregrinaje comenzó en la isla de San Miguel, antaño islote de las Azores, antaño región de Portugal, antaño país parte de un planeta azul lleno de vida. Pero, en el año de nuestro señor de 2135, de lo azul ya sólo queda un cielo libre de nubes, esclavo de un infierno que evaporó por completo hasta la última gota de los océanos.

El relieve oceánico era ahora nuestro hogar.

Partimos de la antigua playa de Fabenza, parada obligatoria para todas las caravanas de esclavos centroeuropeos, y encaramos la ruta del camino del Atlántico. Dos mil kilómetros estériles de roca, arena, y muerte.

La primera jornada discurrió con normalidad. El desnivel era asequible y la única incomodidad radicaba en esquivar a los rodamundos, enormes bolas rodantes de microplásticos. Era mes bisiesto así que pudimos aprovechar las 29 horas de luz diurna . En un buen arreón llegamos al primer alto del camino: el Queen Britannia, varado entre dos riscos del lecho marino desde hacía más de un siglo.

El albergue se situaba en la antigua sala de motores del trasatlántico. No era un lugar espacioso para dormir, pero al menos era seguro. Aunque tu vida allí no corría peligro, la Alta Corte de Capitanía se encargaba de guardar su mala reputación ante las más de 3000 almas que malvivían en la carcasa oxidada del titán naufragado. Rezamos en el único lugar sacro que había en kilómetros a la redonda, la pequeña capilla anexa al casino de órganos humanos.

Las siguientes jornadas fueron atroces. A las pocas horas de dejar el Queen Britannia, alcanzamos la monstruosidad de los cañones del Atlántico. Enormes desfiladeros que trituraban a los viajeros más dóciles. Senderos duros tanto por las toneladas de escamas afiladas que lo formaban, como por las montañas surgidas de la fusión de huesos y cartílagos marinos. Una amalgama creada durante décadas en la que se podían percibir miles de diminutos agujeros oscuros, en otro tiempo hogar de infinitos peces. Ahora el reino animal acuático te escrutaba desde el infierno, señalándote a cada paso como causante de su perdición.

Hicimos noche con unos beduinos del mar, bajo tiendas montadas sobre los esqueletos de ballenas. Mientras curábamos nuestros pies de las laceraciones, casi podíamos sentir los espíritus de los leviatanes elevándose malditos hacia las estrellas, huyendo de esta mortaja a la que llamamos planeta.

Pero la etapa que puso a prueba nuestra fe llegó con la gran fosa abisal de Elon. Seis mil metros de abismo se abrieron ante nosotros. El fondo, oculto bajo una espesa neblina salina, parecía albergar la antesala del mismísimo infierno. Aquí y allá se alzaban columnas puntiagudas de roca, haciendo las veces de colmillos monstruosos. Y, adornándolo todo, como ciclópeas guirnaldas, una maraña de gruesos cables y tuberías enlazaban las columnas con las paredes del precipicio. Ningún peregrino había conseguido averiguar para qué querrían los antiguos un cableado marino de tal magnitud, pero poco importaba. Lo importante era que esa era la única manera de cruzar la fosa abisal, aún sabiendo que un simple resbalón equivaldría a caer al vacío y precipitarse a los minutos de pesadilla más largos de nuestras miserables vidas. Pero ¿qué clase de peregrinaje hubiese sido sin poner nuestras vidas al servicio de un bien mayor? Nos arrastramos por la telaraña de tuberías durante siete horas. Oyendo los alaridos desgarrados de quienes iban cayendo al vacío.

Tras cuarenta días de camino avistamos nuestra última parada antes de llegar a Compostela: el pueblo de Green Future. Una plataforma elevada sobre enormes columnas de hormigón de la que surgía un titánico tubo que penetraba el lecho marino y que en el pasado había extraído la vida misma del planeta. Habitada por gentes rudas, la Green Future era un recordatorio del peor lado del ser humano, lo opuesto a la fe y a la esperanza, ya que los habitantes eran descendientes directos de las élites que se dieron a la fuga cuando el planeta comenzó a colapsar. Como era de esperar, aquellos seres nos tentaron a repetir la historia, a abandonar toda esperanza de llegar a Santiago, a quedarnos a vivir entre ellos y así salvarlos de un futuro plagado de enfermedades derivadas de la endogamia. Los pies nos supuraban, el sol nos había quebrado la piel a latigazos, habíamos perdido a buena parte de nuestros hermanos peregrinos y, aún así, resistimos la tentación. La promesa de contemplar la divinidad compostelana era más fuerte que nosotros mismos.

Con el último tramo llegó la ansiedad. Nuestras sandalias, remendadas mil veces, apretaban el paso a medida que en el horizonte se vislumbraba la plataforma continental. Colinas y dunas de arena no suponían obstáculo a nuestra entrega. Ya no caminábamos, corríamos en pos del milagro de Santiago. Y antes de darnos cuenta, alcanzamos el gran desierto verde: una basta extensión de arena fina de color verduzco sobre la que se alzaba la catedral. Santiago. Último bastión de la fe. Refugio de la poca esperanza que quedaba en el planeta.

A las puertas del pórtico un anciano monje nos recibió con reverencia.

¿Acaso sois reales? —inquirió palpándonos con sus manos esqueléticas— Por favor, si no sois producto del delirio de un pobre moribundo, os ruego paséis al interior y os ofrezcáis a nuestro santo.

Sin haber aún terminado la frase, nos entregó con urgencia un pequeño cuchillo ceremonial.

De veintisiete peregrinos sólo quedábamos dos y, conscientes de que nuestra ofrenda era vital, penetramos en la catedral.

La oscuridad era absoluta y el frescor… de tener lágrimas las hubiésemos derramado con gusto. Avanzamos por la nave central. Al llegar al crucero caímos de rodillas. Ante nosotros se alzaba el enorme incensario de plata, otrora objeto de admiración, hoy convertido en vasija receptora de un puñado de tierra reseca. Y, asomando tímidamente de esa tierra, la verdadera santa de nuestra devoción.

Con fe y esperanza nos dispusimos a ofrecer nuestra propia sangre para regarla. A entregar nuestra vida gota a gota para alimentar a la última planta viva del planeta.

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